—Gracias por todo el apoyo que me ofreces, Jorge —me dijo mi novia abrazándome después de ponerse la pijama—. Te Joli —me dijo.
Mi prometida y yo éramos tan cursis que habíamos inventado nuestra propia forma de decirnos “te amo”: Te Joli, pues “Jo” eran las iniciales de Jorge y “Li” de Livia.
—Yo también te Joli, princesita.
Por inercia metí mi lengua en su boca y bajé mis dedos a su entrepierna, ¡y cuál sería mi sorpresa al descubrir que Livia estaba mojada otra vez! Los finos vellos de su vulva estaban mojados también.
¿Sería posible que… después de casi dos años de actividad sexual… Livia quisiera hacer el amor por segunda vez en una sola noche?
La respuesta la obtuve en seguida, cuando ella comenzó a besarme el cuello, con los ojos cerrados, y, en menos de lo que canta un gallo, sacó un condón de mi buró, me lo entregó y ella se recostó sobre la cama cual diosa griega observándome con una inusual mirada diabólica mientras se abría de piernas para mí, enseñándome una rajita sonrosada visiblemente inundada, con su vello pélvico mojado y sus pezones erectos apuntando hacia el cielo.
—Ven, cariño —me invitó con una sonrisa lasciva que nunca le había visto—, quiero que me hayas tuya otra vez.
Algo en Livia acababa de cambiar.
Algo mínimo, pero sustancial.
Todavía sentía un ardor por dentro cuando salí a llenar la jarra de agua a la cocina después de entregarme a mi novio por segunda vez en la noche. Dejé a Jorge acostado, satisfecho, dormitando, mientras yo me acomodaba los pechos dentro del sostén, pues mis esféricas carnes se desbordaban por los lados como si fuesen dos enormes sandías que intentan esconderse dentro de un par de minúsculas telas.
Nunca entendí por qué me habían crecido tanto, si mi madre a duras penas tenía senos. De hecho, durante la adolescencia la enormidad de mis pechos representó para mí una de las peores épocas de mi vida, pues todos los chicos del colegio se burlaban de lo que yo pensé era una “deformación”, apodándome “ubres de vaca” o “Livia tetotas”. La mayor parte del tiempo de los recreos la pasaba dentro del salón y en los baños, donde no tuviera contacto con ninguno de esos crueles chiquillos que no se cansaban de burlarse de mí. No me gustaba que me dijeran esas cosas horribles, y quizá desde entonces opté por usar grandes chalecos o abrigos que me ocultaran mis senos para evitar tales escenas de bullying.
Encima, con el tiempo mis caderas comenzaron a ensancharse y mis glúteos a crecer de una forma desproporcional, creándome nuevos motivos para las bufonadas. Mi madre decía que era una “gorda tragona”, e inútilmente dejé de comer durante mucho tiempo para evitar que mi cuerpo continuara desarrollándose así, hasta que me dio anemia.
Muy tarde comprendí que aquello no era por la comida, sino por un desarrollo natural producto de las vitaminas que mi madre me hacía comer desde pequeña por lo enfermiza que había sido al nacer.
Y ahora estaba allí, en la cocina, acomodándome aquellos enérgicos senos que se derramaban por los costados de mi sujetador como dos bolas de masa. Todas las noches hacía ejercicios que había encontrado en tutoriales de Youtube para evitar que se me colgaran cuando fuera mayor, y por tal motivo ahora eran duros, turgentes y estaban erguidos. No obstante, eso no evitaba que, según el sostén que me pusiera, los pechos no se me acomodaran bien.
Una vez logrado mi cometido suspiré, extraje mi teléfono del bolso de mi pijama y busqué el número de Leila. Lo hice con torpeza, pues aún mi mente permanecía en estado de shock.
Marqué al número de mi única amiga, aunque no sabía si era la mejor, y esperé. Jorge la aborrecía, y viceversa. En cambio, para mí ella era mi único escape en tiempos de asfixia. Y esa noche no podía más. Tenía que contárselo a alguien.
Marqué una vez y el teléfono me mandó a buzón.
—Leila, contesta —susurré, mirando hacia la puerta desde la cocina. Nuestro apartamento era bastante pequeño. Por fortuna mi amado gato estaba maullando pidiéndome comida, lo que me beneficiaría para esconder el volumen de mi voz.