Volví a marcar a Leila Velden tres veces más hasta que me contestó:
—Carajo, Livia, ¿tanta es tu urgencia por hablarme que ni siquiera me dejas follar a gusto? —la escuché agitada, por Dios.
Oí ruidos extraños del otro lado procedentes de la garganta de mi promiscua amiga. Gemidos, chapoteos, ¿y también jadeos masculinos? Madre mía.
—Leila… ¿estás…?
—Sí, ahhh, ahhh, follán…dooo… y no sabes… el pollón… que tiene… este sementaaal.
El aire se me fue. Los obscenos gemidos continuaron del otro lado y sentí que mis mejillas se ponían bastante calientes. No me lo podía creer.
—Perdona, creo que hablo en mal momento —determiné, tragando saliva, volviendo los calores que hace rato me había hecho calmar el agua fría de la ducha.
—No, no, dime.
—No, Leila, mejor mañana.
—¡Por Dios mi cielaaa, que ya me interrumpiste cuando estaba a punto de correrme! Así que ahora me cuentas o me dejas como estaba. Anda, Livia, si te molestan mis gemidos mientras cabalgo pues ya, me desensartado y mejor se la chuparé mientras me dices lo que sea que me querías decir.
De nuevo una oleada de vergüenza me recorrió todo el cuerpo.
—Por Dios, Leila… ten un poquito de respeto.
—¿Respeto yo? Respeto tú, amiga —me acusó riéndose—, que fuiste tú la que me interrumpió en pleno polvo.
Suspiré de nuevo y escuché ahora las risas masculinas de su amante en turno. La verdad es que sigo sin entender cómo podía ser amiga de Leila si no pegábamos en nada. O será que era precisamente porque éramos tan diferentes por lo que nos compenetrábamos.
—No, no —concluí—, mejor mañana te cuento, que es algo… bastante gra